domingo, 11 de septiembre de 2016

Autoestima nacional


Autoestima nacional


Un día en una reunión del grupo de investigación, uno de los profesores, un Venezolano alegre, caribeño y con una visión de la ciencia de la que intenté aprender lo que más pude, le dijo a otro, un profesor argentino que le pone la pasión del fútbol a la ciencia: “A estos muchachos hay que subirles el autoestima nacional porque la tienen por el piso”. En ese momento me molestó que dos extranjeros nos dijeran en nuestra casa que nosotros, los Colombianos, no queríamos al país en el que habíamos nacido. Sin embargo, eran ellos de las pocas personas que alababan las ventajas y la belleza de nuestra tierra, mientras que nosotros en el bar nunca lo bajamos de “país de mierda”. Y si lo pensamos tenemos muchas razones para llamarlo de esa manera, tanto que hay una serie animada de los años 90 llamada El siguiente programa que resume todas esas cosas que en últimas son las que hacen que uno entregue el pasaporte con timidez y algo de miedo en los aeropuertos.



Este recuerdo llega cuando escribo esto con una emoción que me desborda. Ayer un Colombiano, uno de esos típicos hijos de nuestra tierra: con una cara mestiza, con manos de campesino, de familia campesina, como muchos de nosotros ganó la Vuelta a España, una de las grandes carreras del mundo.

Sólo en mi apartamento, se me aguaron los ojos cuando Nairo Quintana cruzó la meta luego de resistir los múltiples ataques de Chris Froome. Entonces entré a tuiter y entre tantos mensajes, la mayoría aplaudiendo la hazaña y mostrando cómo se sienten de orgullosos de ser Colombianos. Sentí muchas ganas de responderles: alegrémonos que esto solo pasa cada 50 años en este “país de mierda”. Luego pensé en eso que siempre decían mis profesores y rebusqué un poco en mi cabeza el porqué me pasaba eso.

Esa reflexión me llevó a recordar la segunda vez que estuve fuera de Colombia, fui a La Paz, Bolivia, donde por primera vez en mi vida supe qué se sentía caminar por la calle tarde en la noche sin estar pensando que me iba a pasar algo. Ver como alguien dejaba una maleta en el bus y nadie pensaba que era una bomba, sino que simplemente se le había quedado. Esas cosas tan simples, se quedaron en mi cabeza y ahí empecé a entender lo que había hecho en mí vivir en un país atravesado por la guerra y la violencia. Muchos podrán decir que no han vivido la guerra porque la guerrilla no les secuestró a un familiar o porque los paramilitares no los obligaron a pagar por su seguridad. Sin embargo, las secuelas de la guerra las tenemos en nuestro ADN violento en el que siempre pensamos que la mejor solución es la eliminación del otro. Todo este proceso de violencia continua ha generado en nosotros, como Colombianos, un rechazo a nuestro país, hemos estampado la imagen de un país que no nos ha dado oportunidades, donde nuestros padres son casi analfabetas. Un odio constante a todo, inclusive a lo bueno. De hecho, gran parte del rechazo al proceso de Paz está dado porque nadie confía en el gobierno, pero la verdad es que nos han dicho desde niños que no se debe confiar en nadie y nos lo repetían con vehemencia: en nadie. Siempre con miedo, siempre desconfiados, siempre alerta.


Ahora el país se mira al espejo y se pregunta: ¿tenemos derecho a intentar algo más que no sea la guerra? ¿Existe la posibilidad de que las discusiones se den en el congreso de la república y no en la selva matándose a tiros? ¿Podemos aprender a aceptar las diferencias entre nosotros aunque nos molesten? Ayer como país desde el más revolucionario de todos, hasta el más retardatario uribista estuvo frente a un televisor, seguramente en la misma tienda diciendo: ¡vamos Nairo!, ¡vamos Chavés!, ¡vamos Atapuma! Todos queríamos en el fondo que el mundo viera que somos mucho más que coca, marihuana y café.

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