Un
día en una reunión del grupo de investigación, uno de los
profesores, un Venezolano alegre, caribeño y con una visión de la
ciencia de la que intenté aprender lo que más pude, le dijo a otro,
un profesor argentino que le pone la pasión del fútbol a la
ciencia: “A estos muchachos hay que subirles el autoestima nacional
porque la tienen por el piso”. En ese momento me molestó que dos
extranjeros nos dijeran en nuestra casa que nosotros, los
Colombianos,
no queríamos al país en el que habíamos nacido. Sin embargo, eran
ellos de las pocas personas que alababan las ventajas y la belleza de
nuestra tierra, mientras que nosotros en el bar nunca lo bajamos de
“país de mierda”. Y si lo pensamos tenemos muchas razones para
llamarlo de esa manera, tanto que hay una serie animada
de los años 90 llamada El siguiente programa que resume todas esas
cosas que en últimas son las que hacen que uno entregue el pasaporte
con timidez y algo de miedo en los aeropuertos.
Este
recuerdo llega cuando escribo esto con una emoción que me desborda.
Ayer un Colombiano, uno de esos
típicos hijos de nuestra tierra: con una cara mestiza, con manos de
campesino, de familia campesina,
como muchos de nosotros ganó la Vuelta a España, una de las grandes
carreras del mundo.
Sólo
en mi apartamento, se me aguaron los ojos cuando Nairo Quintana cruzó
la meta luego de resistir los múltiples ataques de Chris Froome.
Entonces entré a tuiter y entre tantos mensajes, la mayoría
aplaudiendo la hazaña y mostrando cómo se sienten de orgullosos de
ser Colombianos. Sentí muchas ganas de responderles: alegrémonos
que esto solo pasa cada 50 años en este “país de mierda”. Luego
pensé en eso que siempre decían mis profesores y rebusqué un poco
en mi cabeza el porqué me pasaba eso.
Esa
reflexión me llevó a recordar la segunda vez que estuve fuera de
Colombia, fui a La Paz, Bolivia, donde por primera vez en mi vida
supe qué se sentía caminar por la calle tarde en la noche sin estar
pensando que me iba a pasar algo. Ver
como alguien dejaba una maleta en el bus y nadie pensaba que era una
bomba, sino que simplemente se le
había quedado. Esas cosas tan simples, se quedaron en mi cabeza y
ahí empecé a entender lo que había hecho en mí vivir en un país
atravesado por la guerra y la violencia. Muchos podrán decir que no
han vivido la guerra porque la guerrilla no les secuestró a un
familiar o porque los paramilitares no los obligaron a pagar por su
seguridad. Sin embargo, las secuelas
de la guerra las tenemos en nuestro ADN violento en el que siempre
pensamos que la mejor solución es
la eliminación del otro. Todo este
proceso de violencia continua ha generado en nosotros, como
Colombianos, un rechazo a nuestro país, hemos estampado la imagen de
un país que no nos ha dado oportunidades, donde nuestros padres son
casi analfabetas. Un odio constante a todo, inclusive a lo bueno. De
hecho, gran parte del rechazo al
proceso de Paz está dado porque nadie confía en el gobierno,
pero la verdad es que nos han dicho desde niños que no se debe
confiar en nadie y nos lo repetían con vehemencia: en nadie. Siempre
con miedo, siempre desconfiados, siempre alerta.
Ahora
el país se mira al espejo y se pregunta: ¿tenemos derecho a
intentar algo más que no sea la guerra? ¿Existe la posibilidad de
que las discusiones se den en el congreso de la república y no en la
selva matándose a tiros? ¿Podemos aprender a aceptar las
diferencias entre nosotros aunque nos molesten? Ayer
como país desde el más revolucionario de todos, hasta el más
retardatario uribista estuvo frente a un televisor, seguramente en la
misma tienda diciendo: ¡vamos
Nairo!, ¡vamos Chavés!,
¡vamos Atapuma! Todos queríamos en el fondo que el mundo viera que
somos mucho más que coca, marihuana y
café.
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